L a l e y e n d a d e " L a p e t i t a "
L a l e y e n d a d e " L a p e t i t a "
Cada rincón de esta casa guarda un eco de su historia.
Dicen que nada en La Petita sucede por azar: ni el olor del guiso, ni el brillo de las lámparas, ni el silencio antes del primer bocado.
Aquí empezó todo, con una mujer diminuta y un pueblo que aprendió a mirar lo pequeño con respeto.
nacimiento
Cabía en un dedal
Su nombre era Marieta. Dicen que la noche que nació el campanario de Guadalest se equivocó y tocó trece veces y que su madre juraba que la habitación se inundó de un aroma a caldo de puchero sin que nada hubiera al fuego. Muy pronto todo el valle entendió que había llegado algo pequeño y fuera de lo normal. La empezaron a llamar La Petita, primero por su estatura —nació cabiendo en un dedal— y después porque sabía hacer grande lo pequeño.
su misterioso cuaderno
Ingredientes y deseos
Creció poco y en silencio, con unas manos que parecían saber antes que el resto de su cuerpo: manos de mortero, de amasar sin mirar, de escoger hierbas sin pincharse. En su alacena guardó pronto un cuaderno manchado donde apuntaba a su manera: en la página izquierda ingredientes —leche, pan, jamón, paciencia— y, en la página derecha, pequeños deseos: “que Paqui vuelva a cantar”, “que Antonio vuelva a hablar a su padre”. De cuando en cuando, el plato servido con la receta de una página traía consigo el deseo cumplido de la página de enfrente.
sus valores
Rigor y tradición
Aprendió el rigor de la cocina de las mujeres mayores de Guadalest: fuego bajo, ollas pesadas, reposos largos. Decía —como si fuera un refrán— que la besamel espesaba solo cuando los recuerdos están en el orden correcto.
los prodigios
Platos sin par y un forastero sin nombre
Y, sin embargo, alrededor de ese rigor ocurrían imprevistos difíciles de explicar: Cuando alguien llegaba con pena lo recibía primero con una croqueta y un silencio. Al morder, el cliente no sanaba pero recordaba en otro orden. Primero lo bueno y al final, borroso, lo malo. Entonces el dolor, aunque era igual de cierto, se volvía manejable, como una prenda doblada y guardada en su sitio. Tenía también la costumbre de repartir platos desparejados —ninguno igual— y, como si tuvieran memoria, cada plato encontraba a su comensal. “Todas la personas son distintas, distintos también deben ser los platos donde coman”, sentenciaba “La Petita”.
Cuentan que una mañana de niebla en el valle, apareció un forastero y pidió tres croquetas “de lo que sea”. Al morder la primera, lloró sin vergüenza y dijo: “Has cambiado mi pasado, ya no recuerdo el olor a quemado de mi casa”. Ella le respondió: “No, lo que pasa es que estás recordando en otro orden, primero lo bueno, que es lo importante. Ya puedes marchar tranquilo”. Jamás lo volvieron a ver por el valle.
rumores
¿Bruja, sabia o alquimista?
Tras los extraños sucesos que rodeaban a La Petita, el valle se llenó de rumores: la llamaban “bruja” los que la temían, “alquimista” los que veían lo bien que elegían sus manos, “sabia” quienes la buscaban para que le curara su dolor cambiándole el orden a sus recuerdos. Había quien evitaba su puerta, y había quien, de tanto en tanto, dejaba un plato antiguo en su puerta con una nota: “para la colección de La Petita”. Ella solo se limitaba a encender la lumbre para todo aquel que lo necesitara, sin poner etiquetas a nadie.
la despedida
La casa siguió respirando
Se fue sin ruido, una mañana con olor a nuez moscada y cristalería limpia. Esa misma mañana, alguien escuchó cómo las cucharas del salón tintinearon solas como un adiós. Desde entonces, cada cierto tiempo, aparece en el umbral otra pieza de vajilla: una cerámica con filo dorado, un plato llano con flores cansadas, una fuente con una muesca como si alguien le hubiera hincado el diente. Nadie trae la misma dos veces. La casa, sin Marieta, siguió respirando.
su legado
Pequeños, caseros y con un punto mágico, como lo era ella
Este restaurante que hoy lleva su nombre no juega a imitar prodigios. Es pequeño, como lo era Marieta y está impregnado de su memoria con marcos exagerados, lámparas doradas y vajilla adoptada. En la cocina, su vieja escuela: fuego bajo, ollas pesadas, reposos que piden paciencia y croquetas que reordenan recuerdos. Su cuaderno desapareció con ella, pero aquí conservamos su forma de anotar: En una página los ingredientes claros, en la opuesta, promesas discretas: “cuidar lo pequeño”, “respetar el reposo”, “escuchar sin prisa”.